La caída de los gigantes

La caída de los gigantes

Cuantas mañanas más nos despertaremos con una nueva noticia de corrupción. Cuantos días más conoceremos tramas más o menos secretas que salen a la luz. Los ya famosos “papeles de Panamá” dejan en evidencia la codicia y la falta de escrúpulos de los poderosos que manejan los designios del mundo. Banqueros, Presidentes de grandes multinacionales, políticos de renombre, jeques y como no, también los de sangre azul.
Y mientras, en nuestra hipócrita Europa se sigue recomendando una bajada de salarios, al tiempo que quien lo hace esconde su patrimonio en paraísos fiscales, evitando declarar un dinero manchado de corruptelas, trampas, obras ilegales, o trasiegos no del todo lícitos. Nos enteramos de tantos casos de corrupción que empiezan a dejar de ser noticia. La corrupción se ha convertido en la normalidad, causando un asombro pasajero, que al día siguiente será sustituido por otro.
Octavio Paz, ya en el año 1994 hizo una reflexión sobre los sistemas políticos del tercer mundo: “la democracia es un instrumento que ofrece tantas caras como grados de desarrollo tengan los países donde está implantada.
En las democracias de los pueblos poco desarrollados se dan, a menudo, características negativas que no se encuentran en las democracias maduras”.
Pues sí, estamos en una democracia aun adolescente cuyas hormonas están en ebullición. Y mientras no se serenen seguiremos igual. De esta manera, quienes nos representan, aquellos a los que votamos, no entienden que su departamento de gestión no es un ranchito, sino que es de todos los que le han dado su confianza.
Los dirigentes de sistemas políticos del tercer mundo consideran al Estado como su propiedad privada. Sin embargo, en las democracias maduras, el Estado es de la sociedad (de todos) y los políticos son servidores públicos y gestores de dinero ajeno. De tal forma que, si desvían a fines privados dinero público, la sociedad les retira su confianza política, y les aplica un severo correctivo.
De ahí que sean corrientes las dimisiones ante la conciencia de que si no se van les echan.
Sin embargo, en nuestro país nadie dimite. Nadie reconoce sus errores. Se olvidan si tenían sociedades, no se acuerdan del primo o del cuñado. Y los dineros depositados en sociedades opacas vienen de una herencia o del amigo al que hicieron un favor.
Aquí rige la práctica de todo vale y niega todo, hasta lo evidente, que siempre habrá algún imbécil que te crea.
Por ello la corrupción es habitual, no extrañe a nadie. Ahora se habla de regenerar la política, con un falso entendimiento de la frase, porque lo que realmente se debe regenerar son las conciencias.
Ha de mutar el concepto de lucha social, para erradicar la idea de que el que gana unas elecciones o lo eligen aunque no las gane, deje de pensar que tiene derecho para apropiarse de lo público como el botín de guerra de los corsarios. Mientras esto no suceda, seguirán cayendo como moscas. Mientras los partidos arropen este mal crónico, los que vengan de relevo no sanearan nada sino que seguirán en la búsqueda del tesoro. Y el ciudadano, sufridor votante, sólo verá el cambio de caras o el número de beneficiados. En el resto seguirá igual.
De ahí el reguero: El ministro Soria, Miguel Blesa, Rodrigo Rato, Rita Barbera, Camps, Pujol, Urdangarin y un largo etcétera cuya única obsesión ha sido y sigue siendo el vil metal. Alcaldes, concejales, presidentes de Diputación, o, como no, Mario Conde, que regresa a sus orígenes.
Quien gobierna sin control se descontrola y pasa lo que pasa. Lo único positivo de todo es que se están tocando vacas sagradas. Y lo que parecen mostrar las últimas encuestas es que la ciudadanía no está dispuesta a seguir tolerando estos desmanes: el fin de la hegemonía de los que gobernaron España durante más de tres décadas parece cada vez más cerca.
Asistimos a la caída de los gigantes, en analogía de lo que escribió Kent Follet, sobre la estupidez humana.
Emma González es abogada

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